sábado, 28 de abril de 2007

Ratos que parecen años

Hace ya un rato que pienso en vosotros. Pienso en tumbarme en la moqueta de la salita y buscar formas en las flores del papel que cubre el techo. Pienso en las canciones de la Ueli y en Renoir. En el suelo encerado, la sordina del piano, la tarta de manzana y el sofá que se hunde. Pienso en los pijamas que se repiten año tras año en las fotos de Navidad, en las clases de historia, en la herencia y el silencio. Pienso en los hilos y los patrones, los deberes y las vacaciones. Pienso en las niñas, en como mengua Rosaura y en el batín rosa que un día dejarán de arrastrar, como todas. Pienso en Simbad, en los vahos de eucaliptos, en los susurros y en los escondites. Pienso en la gaseosa del domingo, en el olor a butano que augura paella y pienso en ella, en la toalla roja. Pienso en el legado del Rosa Rosae, en los rizos y las gafas y las pecas y las narices. Hace ya un rato que pienso en el tiempo, en la melancolía de cuando tardo y el descanso de cuando vuelvo.

sábado, 21 de abril de 2007

La importancia de una col

Cuando me contaste que en tu isla las coles eran gigantescas me paré a pensar en la relevancia de las cosas que nos rodean y en lo poco que nos fijamos en ellas. Las obviamos por completo, dejamos de preguntarnos el por qué de su naturaleza y su apariencia. Coles gigantescas tras las que esconderse, hojas de col para envolver un regalo de cumpleaños… qué exótico lo exótico y cuan nimios los detalles de nuestro decorado cotidiano.
Miro por el balcón y me encuentro con los castaños de indias de la plaza floridos. Me parece tan normal y me olvido de que hace apenas una semana no eran más que cuatro palos mal puestos a la espera de los pises de los amables perros de Malasaña.
Un padre se pasea con su hijo y ambos llevan la misma camisa, diferente tamaño, misma rayita verde y amarilla. Lo pienso y me abochorno. Les parecerá una gran idea, qué más da que Zara atente contra la emancipación del individuo. Qué importa que el niño se llame Rodrigo como así se han llamado los hombres de la familia tras más de cinco generaciones. Ni se nos ocurre preguntarnos si es buena idea o si el niño tendrá secuelas y ya tenía suficiente con tener un padre hortera.
Y lo recapacito y todo me parece increíble. Es increíble que mi gato sea a rayas, que no hablamos de una camisa sino de ser rayado, ni blanco ni negro, ni aguas ni manchas. Rayas. Y ni me creo que dos de mis amigas acaben de ser madres y hayan expulsado seres vivos hermosos desde sus mismísimas entrañas. ¡Que estamos hablando de seres que se mueven y emiten soniditos! Y oye, tan natural. Y a nadie le extraña que la gente apenas choque por la calle, con la cantidad de extras que somos, y que unos cacharros llamados semáforos controlen como regidores la mis en scène.
Nos parece todo tan obvio que no nos paramos a pensar en los axiomas que estamos dando como válidos.
Y perdón por ser pesada pero no es normal. No es normal que con un huevo y un poco de aceite se haga una mayonesa. No es normal que a un tipo se le ocurra inventar el monopatín o que de repente alguien decida que este año se llevan las camisetas palabra de honor.
Hoy me maravillo del poco rato que empleamos maravillándonos, de lo aburrido que es todo cuando ya nada te sorprende. Y con lo raras que me parecen de repente las cosas que me rodean, ya me empiezan a convencer las coles mutantes de tu isla recóndita. Visto lo visto ni la fantasía es tan fantástica, si concebimos la mayonesa como algo indiscutible pues, chica, todo vale. Puestos a no cuestionar, me pido un gato rollizo como vecino que se ampare de la lluvia bajo una enorme hoja de col. Un Totoro para mí sola, ¿qué pasa?, ¿acaso es menos raro que en una familia todos se llamen Rodrigo?
Lo que son las coles y las cosas, qué anómalo todo y qué genial a la vez. Creo que por puro absurdo hoy va a empezar a gustarme el fútbol.

domingo, 15 de abril de 2007

domingos


ha sido un domingo bonito, sí.

Enferma Terminal 4

Todo empieza siempre con la maleta, la bonita maleta que en el planteamiento te hace pensar que tu alineación es invencible, fruto de la experiencia de más de once viajes y arbitros con pito que por fin te han convertido en un ser coherente que no necesita más recambios que días dure el viaje. En el nudo, la maldita maleta te hace tomar conciencia de lo pequeño que es tu cuerpo, una se pregunta cómo lo hace para no sufrir a la vuelta del súper si los brazos son los mismos y se cerciora de que una muda por día es demasiado y que mejor hubiera sido viajar menos días o menos limpia o, por qué no, buscar de una vez un acompañante. En el desenlace ya no hay maleta que se libre, bultos inmundos, umbrales de ampollas, sucedáneos de la cáscara de un caracol babeante pero con ruedecitas sarnosas, cremalleras endebles, correas fofas y peores acabados. Las desprecias y las pateas y no es hasta al cabo de unas horas que llega la reconciliación, cuando el enfurruñamiento da paso al reencuentro con los objetos queridos que por una razón u otra son nómadas como tú y te recuerdan que estás sola y que sólo de ti depende.
Aquí estoy, otra vez, acompañada de mis maletas. Enferma terminal arrastrando mi condena por los pasillos de este hospital con columnas arco iris. Los aeropuertos me dan tanta angustia hasta que me libero de la carga y me abandono al vuelo. Hoy he sentido el desasosiego incluso antes de pisar el suelo encerado, ya cuando me he despedido del taxista, abuelo de dos nietos, uno de cinco y otra de dos y medio; he sentido la imperante necesidad de estrujarle y suplicarle que no se fuera, que me esperara siempre. Pero después todo cambia de repente, les dices que tú eres tú y ellos se encargan de tu bagaje. Y tú te quedas solo, libre, con un rato de ensueños por delante, de valijas vacías en las que inventarte una vida, de asuntos pendientes que pitan en los detectores de metales y a los que abandonas en una bandeja de plástico sucia y verde botella. El arco de seguridad te hace sentir tan insegura que te gusta, que te hace cosquillas y te invita a repetir. Hasta el vuelo todo fluye como una baldosa recién encerada. Una se convence de que la soledad es la respuesta y se cruza miradas con otros solos y entabla conversaciones con los que como ella buscan. Fluye lejos y vuela fino. Todo se desliza hasta que el traqueteo de la turbulencia te recuerda que ya escogiste un destino, pupum pupum ¡PUM!. Y aterrizas a tu realidad con la boca pastosa de sueños irrealizados. El peor momento de todos es el momento de espera a que coloquen la rampa de acceso. Las fantasías se han esfumado, es tarde y el tiempo es demasiado breve como para perderlo en un pasillo abarrotado. Los enamorados aprovechan esos minutos para besarse y recordarte que estás sola, que viajas sola como siempre y no tienes un hombro en el que apoyar tu cabeza ni una oreja a la que comentarle que, por Dios, que abran las puertas de una vez que el sofoco va a poder con la paz que te prometiste ante el mini bocadillo de tortilla española.
Se abren las puertas y el mundo ya ha cambiado, podrían hacerte el sepuku con una espátula y no te dolería. Ya no quieres volver a volar lejos, sólo deseas profundamente caer muerta en un lugar blando. Repasas mentalmente todas las partidas, todas las llegadas, las caras que te han esperado bajo carteles emocionados, caras ahora lejanas perdidas en Alpes y calzadas con raquetas. Recuerdas la extraña sensación de ser otro cada vez que vuelves, de haber cambiado y no saber cómo contar que no eres la misma y de explicar con sutileza que algunas guirnaldas de bienvenida sólo causan un repugnante impulso de volver a embarcar. Piensas en el paso del tiempo, en la búsqueda de un lugar en el que quedarte, en los lugares descartados y en la necesidad de olvidar que buscas para encontrar de una vez por todas sin apenas darte cuenta.
Piensas en el rostro nuevo que te espera tras las puertas de apertura mecánica y te olvidas por fin del dónde. Cuando le ves la maquinaria para. La enferma terminal 4 se queda quieta un instante y te hace una reverencia decimonónica. Has llegado, él te espera, y si quieres, puedes quedarte.