martes, 23 de octubre de 2007

Perfecto

Hay días que son perfectos desde que empiezan hasta que acaban, una verdad absoluta de la que uno se olvida con el primer dolor de pies que digne a asomarse. Y vale, los tacones son dramáticos pero ¿y el polvo que se mece cuando entra el sol por la ventana?, ¿y las recetas de curry con coco?, ¿y las risas a lo bestia que casi te ahogas?
Hace unos cuantos fines de semana volví a casa de visita familiar. Mis padres me contaron los últimos acontecimientos: algunos viejos amigos a cuyo décimo cumpleaños probablemente habré asistido están ahora destrozados, tristes, perdidos. Y yo me pregunto, ¿de verdad no se acuerdan del pastel de cumple que les hizo su madre cuando cumplieron 10? Todos hemos estado perdidos alguna vez, tristes, destrozados, del revés, pero no recuerdo un solo día en mi vida en el que no me haya acordado de esos días, los que empiezan bien y así siguen hasta que acaban.
El sábado fue uno de esos días. Había un rayo de luz cuando me desperté, una neblina fluctuante mágica. Comí delicias, soñé con siestas a deshora, me compré un libro y la megafonía del FNAC gritó que en una hora tocarían los Facto Delafé y las Flores Azules. Bajé las escaleras dando brinquitos con Jordi de la mano y juntos silbamos un tema inventado al que llamamos “Las casualidades son maravillosas o viva los planes improvisados”.
Empezó el concierto, lanzaron confeti, cantaron al amor, a los domingos y a las sardinas, sonaron cascabeles e hicimos el indio. Y entonces pensé en ellos, en los que ya no se acuerdan de los buenos días, en los que han dejado de actuar, de tener fe, de dibujar flores azules en una servilleta. Me dio un poco pena porque si quisieran ellos también tendrían días perfectos y atardeció. Después me puse tacones, fui al teatro con un grupo de amigos porque teníamos invitaciones, reímos por la calle y acabamos en un local vestido de pop. Casi me ahogo, simplemente perfecto.


miércoles, 17 de octubre de 2007

Hurgando

Hurgué pero no encontré nada del tú que eras antes.
Nada real, nada palpable.
Me contaron que había alguien con una nuca parecida pero yo no la advertí, yo que solía conocer cada unas de sus parábolas.
Entre la trama y la urdimbre de ese mapa absurdo, encontré al fin un buen escondite, un rincón con una granja y gente sencilla que se cortaba las uñas los domingos.
Decidí quedarme e inscribir mi nombre en el tronco más firme,
un tronco anclado de esos que no cambian pero engordan milímetros imperceptibles.
Hurgué y confirmé que seguía siendo la de siempre.
Toda real, toda anclada.
Y me sentí feliz de regar las plantas y mandé bien lejos un paquete express repleto de plástico sin burbujas, polillas sintéticas, tafetán planchable.

lunes, 15 de octubre de 2007

Ella en Manhattan y yo en un rincón de calma

"Las primeras palabras que escribió Sara en aquel cuaderno de tapas duras que le había dado su padre fueron río, luna y libertad, además de otras más raras que le salían por casualidad, a modo de trabalenguas, mezclando vocales y consonantes a la buena de Dios. Estas palabras nacían sin quererlo de ella misma, como flores silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba "fanfarnías". Casi siempre le hacían reír."
Caperucita en Manhattan, Carmen Martín Gaite.
Como Sara, tan sólo necesito un poco de río y un retal de luna; una capucha, un cuaderno y la libertad serena de quien se inventa nuevas palabras. Vuelvo a casa de la abuelita...