martes, 22 de septiembre de 2009

La Fuga de Maritere

Todavía recordaba aquella sensación. La sensación de fin, de hasta aquí he llegado, de basta, de ahora o nunca, de mí depende, por mí lo hago. Cuando las luces del museo se apagaron reconoció algo nuevo en el cuello del estómago, una sacudida, un presagio orgánico, un grito a la evacuación. María Teresa intentó de nuevo mover las manos, ésas que llevaba queriendo mover desde hacía más de 350 años. Pero esta vez fue diferente que todas las demás. Esta vez sus dedos se curvaron e inesperadamente descascarillaron las primeras capas de pintura. ¡Dios mío! Tras un alarido de angustia embarnizada, María Teresa logró desperezar también el cuello. ¡Ave María Purísima! A trompicones, convulsa hasta la médula espinal, la de Austria empezó a mover articulación tras articulación. Los pedazos de lienzo se desplomaban al suelo como migas de pan. La excitación rompiendo a martillazos un cuerpo agarrotado. Había estado tanto tiempo comprimida entre aquellas cuatro fronteras que no se creía capaz de dar el paso, de dar el paso que….¡Maritere! , ¡que ya estás fuera!

Un miedo atroz se apoderó del cuadro. Ya sólo, viendo desde dentro a su única protagonista. ¡Señora, que yo sin vos muero! Lo que llevaba siendo la fuga momentánea de una niña malcriada se había convertido en una realidad palpable, de tres dimensiones. Infanta de España y Reina consorte de Francia, allí estaba, sin zapatos, en medio de una sala del Prado con la sonrisa meditada y altiva que al repollo de Velázquez se le había antojado dibujarle. ¡Maritere!
Mientras corría por los pasillos se iba despojando de los condicionales, de las adversativas, del imperativo cruel que la tenía sometida en las garras del arte. Y mientras seguía corriendo fue liberándose también de los ropajes opresores que le impedían la carcajada. ¡A la mierda la moda parisina!, ¡a la mierda este traje de mesa camilla!, ¡te odio jodido corsé de flejes de acero!, ¡muerte a las faldas con aros de hierro!, ¡al infierno las siete putas enaguas!, ¡soy alguien!, ¡soy yo!, ¡Maritere!
Cogió carrerilla y patinó desnuda por los suelos encerados de esa morgue que pensaba abandonar a la de una, a la de dos… y adiós.
En su nueva guarida del Ampurdán, la memoria le devolvió cada detalle de su huida. Recordando, volvió a estremecerse como aquel primer día de frío en Madrid. Al peso de sus ropajes le había sustituido el peso de la libertad. Y la libertad, majestad, tenía el sabor metálico de la alcachofa: agradable, seductor, complicado, mala bestia. El camino había sido pedregoso, sí, pero no cambiaba ni uno solo de sus tropiezos.
Había llorado y había cantado. Había follado con artistas y se había casado con alpinistas. Había conocido a guerrilleros y jugado a los enredos. Había posado ante cientos de cámaras sedientas y las había satisfecho. Había fumado en pipa y visto cine de terror. Había viajado a África y había probado las ensaimadas del horno de Herminia. Había experimentado el paso del tiempo y había asumido que sus carnes caídas daban ya palmadas.
Libertad para huir, libertad para sucumbir.
Sorbió apenas un suspiro de su copa de vino dulce y decidió hablar. “Sólo os pido que dejéis la tapa de mi tumba abierta y que no me pintéis. Ni capas, ni atuendos, ni Marie Thérèse d’Autriche que valgan. Sólo yo. Sólo Maritere. Una vieja arrugada pero libre de culpas. Que vengan a verme todos. Que se rían de mis defectos. Que los niños jueguen con sus coches de policía en los surcos torcidos de mi escote real. Que me vean y después me olviden. Que sepan que sólo yo decidí que hoy me iba a morir”. A la de una, a la de dos… y adiós.

Imágenes e idea original de de Ana Madrid
http://www.picospardos.net/index.php?/project/la-fuga-de-mtere/

viernes, 24 de julio de 2009

Las ojeras de Felipito

Exhausto de mandamientos, Felipito se convirtió a la fe catódica sin firmar papeles.

- Aquí no debes, ni tienes, ni te comprometes, ni correspondes.
- Y entonces, ¿para que he venido?
- Para irte y volver cuando te plazca.

Felipito pensó en ellos, el por qué no vienes, el por qué te vas, el por qué no vuelves, el pues no haber vuelto. No firmó y se quedó para siempre.

miércoles, 24 de junio de 2009

Mamá, quiero ser mafiosa

Me flipa el aura romántica que envuelve el mundo de la mafia. Ya me lo dijo Nico, mi hermano mayor, el verano pasado. No podía seguir perdiendo el tiempo en la piscina con las lelas de mis amigas, debía emplearlo en algo más provechoso como ver cine negro. “Cada hombre tiene su propio destino, hermanita”, decía imitando la voz de El Padrino. “Que parezca un accidente”, susurraba cuando me pasaba las pelis bajadas del Emule.

Empecé con las más recientes del género: Promesas del Este, de David Cronenberg; Pulp Fiction, de Quentin Tarantino; Ciudad de Dios, de Fernando Meirelles; o las series The Wire y Los Soprano de la HBO.

Entonces, me enamoré. De nadie en concreto, del patrón en general. Del gángster clásico y del reciclado. Y supe desde el primer instante, que no era el amor adolescente por el que sufren Patri y las demás, esto era más bien un sentimiento de pertenencia, un algo más digno y férreo. Era amor del verdadero.
Y es que la voz profunda e hipnótica de Vito Corleone, el fiera que creó Coppola, consigue que pase por alto sus innumerables asesinatos, que olvide el pánico de los disidentes y confunda la sangre con salsa para los spaghetti.
La cicatriz seductora de Tony Camonte, el cruel Scarface de Howard Hawks; tanto de lo mismo. La ternura grasienta de Tony Soprano, quien siempre me ha recordado a un enorme pollo frito desmenuzado en un cubo de cartón; otro ejemplo más. Me atrapan, puro magnetismo, me fascina su encanto ambiguo de bella y bestia, todo en uno.

“Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón, quise ser un gángster”, dice Henry Hill al principio de Uno de los nuestros de Scorsese. Pues yo también. Son gordos pero entrañables, ricos pero generosos con sus esposas, bárbaros individualistas que darían un brazo por no traicionar a sus colegas, sus protegidos.
Las películas y las series que protagonizan son igualmente ambiguas, ¿alegra o entristece que Carlitos Brigante sea tiroteado en el Atrapado por su pasado de Brian de Palma? Es un crápula, un indeseable, un trapichero y un verdugo, pero a mí, ¡a mí me da una pena verle allí tendido con más agujeros que un queso gruyere!

Es así, me siento más cercana a los mafiosos que a los superhéroes de capa y puño y braguita por fuera. A mí me van más los sombreros borsalinos, las gabardinas y los manteles de cuadros rojos y blancos. A mí me tira la elegancia de Al Capone, los bajos fondos, la ley húmeda de los hombres secos de espíritu.


Ya está. Lo he decidido. Voy a lanzarme de este trampolín al hades de la mafia, a las catacumbas de lo moral. De cabeza, doble pirueta y salto mortal. Voy a dejarlo todo para ganarme su confianza, voy a trepar entre sus barrigas y llegar a la cumbre del crimen organizado. Tendré que hacer maletas, puede que me quepa todo en mi funda de violín. Unas balas, un fajo de billetes y un traductor Power Pocket con frases hechas en ruso e italiano.


Tendré que escribirle algo a mi madre, la mia mamma. Algo para que aguarde a su hija hasta que vuelva convertida en un capo de cien kilos y le ponga una casa más grande que el polideportivo de Fuenlabrada. Tal vez podría ser algo como:

Cara mamma, quiero ser mafiosa. Ya ves, lo mío es vocación. Sé que te parecerá algo extraño que me vaya así, de repente, pero nadie me ha obligado, en serio. Es Cosa Nostra, cosa mía. No puedo luchar contra mi propia naturaleza y mi naturaleza, mamma, es ser una gángster y usar metralleta. No te asustes, no hay nada que temer. El padrino va a cuidarme y pienso comer pasta boloñesa todos los días. Dile a la abuela que seré honrada, prometo no matar por la espalda ni delatar a mis hermanos. Extorsionaré lo justo y siempre a gente mala o fea. Despídeme de Toby, de Nico y de papá.

La tua figlia, Junior Bortireli

Por cierto, el otro día me preguntaste que qué quería de regalo para mi cumple. Ya lo sé, creo que me vendría bien un potente quitamanchas.


El cine recordará mi nombre. Mis gestas darán, como mínimo, para una trilogía.

Publicado en La Bultra Junio09 http://www.labultra.com/

miércoles, 17 de junio de 2009

Seis meses más uno

Uno de enero. Empieza mal el año. Insultos, reniegos, portazos. Me da tanto miedo preguntarte si todavía me quieres.

Dos de febrero. En el baño encerrada. El agua corre y crees que mitiga tus risas a través del teléfono, esas que no compartes conmigo.

Tres de marzo. Las paredes de casa me devuelven el eco. Te has ido. Me odio por pensarte a cada minuto, cada segundo.

Cuatro de abril. Llueve. Le digo a Leo que me quedo en casa, otra vez. Me pregunto si estarás corriendo bajo la lluvia, dando saltitos, como sólo tú sabes.

Cinco de mayo. ¿Sabes? Te odio. Me repugnan tus saltitos y tus risitas. Espero que el polen intensifique la alergia y tus ojos terminen explotando. Sufre, María, sufre mucho.

Seis de Junio. En realidad tampoco la quería tanto. Con lo que disfruto yo del verano y ella siempre quejándose del sol, de las moscas y de ciento volando. No está mal estar solo en verano…

Siete de Julio, San Fermín. ¿Qué hago en casa en un día de fiesta? Me he lanzado a la calle y Leo me ha presentado a una tal Margarita. Las flores huelen a futuro, hoy empiezo una nueva vida.

lunes, 1 de junio de 2009

Noche de escamas

Un post-it manoseado en el bolsillo de mi gabán. Una dirección que suda callejones. Los escalones se dilatan. Mis poros crujen.

La estancia está a oscuras pero presiento que mi aliento no es el único que ocupa el espacio. Susurro. ¿Estás ahí? Una voz profunda y vetusta se abre paso entre las sombras. Quítate la ropa que hay temas por atar. Mientras me despojo de todo lo sobrante empieza a sonar el Master and Servant de Depeche Mode. Y a mí ya sólo me quedan las escamas.

De pronto, una luz tenue y dos ojos negros. Respiro sudores claroscuros y agridulces, un frío que hierve me invade hasta el epicentro. Qué bello eres. Qué sabia sabes. Qué ricos tus pasos. ¿Me dejas trazar una línea? Sólo si puedo traspasarla. De acuerdo, espera.

Cierro los ojos y dejo atraparme. Expiro emociones que me recorren el escote. Sonidos de hebillas, sabores metálicos. La escena del día empieza a liarse. El cuero y la cuerda me abrochan desnuda. Me tensan. Se tensan. Te tensas y deslizas los lazos de un lado a otro. ¡Átame! Te lo ruego a golpes de beso y respondes con garras acuosas y caricias que someten. Me sacudo sólo para que refuerces el nudo. Tus líneas me abrazan y yo me doy entera hasta que de mí sólo queda un leve suspiro.

Nuestra sesión de bondage culmina con tules. Nos embalamos juntos y nos volvemos transparentes. Tus yemas de los dedos, la parte de atrás de mis rodillas, tus lóbulos, mis entrañas. Atemos bien el fardo y escondámonos hasta que otros amantes nos encuentren. Un poco más fuerte. Apenas, un poco más.


Let’s play Master & Servant. Y nademos entre los nudos de esta noche húmeda.
Imagen de Gustavo López Mañas (preciosa, ¿verdad?)

domingo, 10 de mayo de 2009

Takashi García y su colección de pins

Desestimé a Takashi de un relato para un concurso pero, era tan majo, no pude dejarlo en el bolsón de las ideas abandonadas. Aquí tenéis su breve paso por la vida de los protagonistas frustrados…

Tenía una colección de pins envidiable. Empezó a los nueve años y, veinte años más tarde, Takashi García había llegado a los dos mil quinientos cuarenta y siete. Los guardaba en un álbum con las tapas de corteza de cedro, un enorme álbum de páginas plastificadas en las que clavaba los pins y a las que limpiaba el polvo con el quitaesmalte de su hermana Montserrat.


De plata, de plástico, de metal, era tan enorme la variedad de pins que manejaba. Más de un sábado le habían dado las cuatro de la mañana observando su acaudalada colección. Brillantes, lustrosos, únicos, inauditos, bonitos, arraigados, especiales, inalterables, suyos. Sólo suyos.

El gusto por coleccionar le vino de su madre, una enóloga japonesa que emigró a Sant Sadurní d’Anoia para aprender de los cavas catalanes y crear su propia denominación de origen en la provincia de Kioto. Kiriko lo coleccionaba todo, sellos, naipes, las postales más cutres de los pueblitos españoles que visitaba, lápices de colores e incluso tubos de pasta de dientes. Cuando murió precipitadamente, abalanzándose hacia un toro en una corrida de Pamplona, pues creía que lo heroico era ir en sentido contrario, Takashi heredó todas y cada una de las colecciones de su madre. La que más le llamó la atención, una pequeña colección de pins guardada en una caja.

Takashi prefirió así focalizarse en el maravilloso mundo del pin, un inframundo que tuvo su momento álgido en la década de los ochenta pero que, según él, se había terminado convirtiendo en un terreno de sibaritas epicúreos amantes de los los complementos. Una definición que, por otra parte, le había procurado más de una hostia en el bar que frecuentaba.

- Takashi, además de gilipollas eres un puto hortera. ¿Quieres hacer el favor de quitarte ese pin gigante del toro de los Chicago Bulls? Si se te hubiese clavado en el pezón y quitártelo te fuera a provocar una hemorragia exterminadora, entonces aún. Pero si no, si no es que no tienes perdón de Dios.

Cuando volvía a casa sólo pensaba en el olor a cedro. Nada le faltaba, nada le sobraba. Se dormía abrazado a sus diminutos tesoros y se sentía dichoso. No conocía a nadie más pulcro, más constante, más comprometido con una afición de tanta altura, tanto nivel.

Todo cambió en la ordenada vida de Takashi García una buena mañana de domingo. Cuando se levantó se dio cuenta de su propia trascendencia, esa era la mañana soleada que iba a cambiar el curso de…los hechos. Había estado ahorrando durante meses y por fin había llegado el momento. Iba a volver al Rastro. Se sentía valiente, fuerte, invencible. Estaba dispuesto a adquirir el que sería el pin estrella de su venerado repertorio. El pin de Anís del Mono de 1897 diseñado por el mismísimo Ramón Casas. El mismo detalle que protagonizó el luminoso instalado en 1913 en la Puerta del Sol. Un pin con historia, un pin que iba a convertir su colección en obra digna de antología museística. No era un broche, ni un pasador, ni un alfiler, ni un prendedor. Era un pin precursor que iba a hacer de él un verdadero mecenas del arte de la solapa.

viernes, 1 de mayo de 2009

Entre monstruos

Venid aquí, monstruos de mis monstruos
Os partiré la cara hasta partirme los nudillos
Os reventaré la risa, os ventilaré deprisa

No seáis así, tan cobardes
Como para aparecer vestidos de mí misma,
De perro tibio tendido, cuerpo pesado
De sombra que llega antes de invitarla
De aliento desnudo en la camilla de otros

Venid y luchad, feroces absurdos
Dejad que os vea
Y escupa
Y patee
Dejad al menos que defienda,
Un cuerpo tan mío que no os pertenece.

sábado, 18 de abril de 2009

Te conocí hace ya unos años en una cafetería del Soho. Tú mirabas a mi amiga, yo os miraba mirándoos mientras pensaba que me gustaría estar mirando a otra persona, alguien muy ausente, muy lejano. En ese momento no me gustaste y tuve la clara sensación de que yo tampoco te había gustado. Mi primera actuación fue desaforadamente presuntuosa, algo que me suele ocurrir con los desconocidos a los que quiero causar buena impresión. Finjo que no me importa y suelto una retahíla de datos aparentemente casuales que me dejan en una buena posición intelectual. Bullshit de engreída insegura, nada más. Tú en cambio estabas relajado, tan relajado que ni te esforzaste en venderte “estoy en la ciudad para pasar el rato, me encantaría quedarme pero soy demasiado vago para pedir una green card, encima tengo un acento de Cuenca…en unos días me voy a Nueva Orleans, no sé, debe molar, ¿no?”

Terminamos la noche en un Dehli, yo comprando plátanos para cenar, mi amiga ensimismada en la variedad de gominolas que podían encontrarse en la city y tú esperándonos al lado de la caja, arrastrando un bolsón que doblaba tu tamaño. Nunca he sabido qué es lo que llevas en ese bolsón tan cargado, sólo que pesa como mil demonios.


No volví a verte hasta al cabo de unas semanas en tu propia despedida, una celebración improvisada en unos billares de Greenwich Village. Esa noche estabas acompañado. El hecho de que miraras hacia otro lado para saludar a un nuevo invitado cada vez que mi amiga y yo nos dirigíamos a ti, nos hizo pensar que no éramos siquiera el postre del tropel de desarraigados que venían a homenajearte. Así que nos fuimos y nadie notó nuestra ausencia.

Y Nueva York terminó para todos. Y yo también acabé volviendo. Y pasó el tiempo. Y un día te encontré en mi propio barrio e hice como que no te veía para después mandarte un mensaje de “juraría que te he visto a lo lejos”. Y tejimos una nueva relación a base de teclado y distancia y cero sospecha de que algún día podríamos causarnos esta sorpresa que todavía nos asombra.

¿Tú eres tú? El día que nos volvimos a tropezar fue como cuando pruebas la coliflor de mayor y piensas “Ñumi, ¿por qué habré estado tanto tiempo perdiéndome esto?” Todavía no sé qué pensar de tu primera frase tras el reencuentro “¿Pero tú ya eras así?” No sé si tomármelo como una oda de quien al fin vislumbra el amor verdadero, o un puro y duro “con lo fea que eras antes”. Lo cierto es que fue extraño volver a reconocerse, revelarte en positivo y ver a alguien nuevo, alguien distinto a la imagen que me había formulado. Así que sí, resultó que tú eras tú y que mi yo de ahora parecía registrarte como mío.

La primera vez que te miré a los ojos fijamente para descubrir que eran tan indefinidos como los míos, tuve esa extraña sensación en la que pierdes la identidad por un segundo “Espera, ¿y yo soy Elena Bort?” Tu nombre y tu apellido formaban de repente una amalgama original, “¿tú eres tú? Y si tú eres tú, ¿qué hago yo contigo?” Fue entonces cuando nuestros dientes chocaron y comprendí que era así, que era tu bestia la que debía morderme, que el tiempo es sabio y que la sabia se esparce a su debido ritmo y por caminos ya trazados. Tú eres tú porque así y sólo así tenía que ser.

miércoles, 15 de abril de 2009

La dama de Shanghai

Tú no lo sabes, pero alguien te observa.
Ni Cristos ni cristales, ni espejos ni espejismos; sólo un par de ojos de un alguien otro que te escrutan y te protegen.

Hace unos días recibí un mail de una desconocida. Me contaba que hará cosa de un año se sirvió de mis letras para leérselas a su hermana, que además se llamaba como yo, mientras ésta estaba en cama luchando contra una enfermedad. “Tus cuentos y relatos han sido como un tesoro y gran aliado para mí”, me decía.

Ya ves, una Elena anónima, otra yo dispersa en este universo enano hecho de ladrillo y coincidencia. Alguien a quien mirar a los ojos, alguien que te mira y vela por que existas.

Dejé de existir un rato, pero gracias a tu mirada hoy cobro de nuevo vida.



La foto está tomada en el bosque de Oma.
(sí, sí, lo juro, le dimos al clic a la vez)