
Odiaba los respiraderos de la ciudad, esa especie de socavones carnívoros con rejillas que eructan aire caliente y le levantan a una las faldas. Siempre los rodeaba cuando se cruzaba con ellos, temía que la engullieran hacia dentro y la facturaran como a una Alícia destino el país de los subterráneos. Tenía la suerte de vivir en una calle por la que buceaba el metro y que, por si fuera poco, disponía de un maravilloso parking al que se accedía por una rampa monstruosa que llegaba directa al centro de la tierra. Los respiraderos invadían ceras y calzada, eran para Marnie como unas arenas movedizas que le provocaban náuseas justo al salir de su portal. Andaba de puntillas, respiraba hondo para no hiperventilar y convencía en voz baja a sus jugos gástricos para que se quedaran en casa. Le repugnaba la idea de tener un mundo insalubre de colillas y gasóleo superplus bajo sus pies. Una noche soñó que un camión de la basura paraba justo delante de la rampa del parking. Una brigada de cuatro, vestidos de amarillo y verde fosforito y humeantes de tabaco negro, descargaban una especie de rollitos de primavera gigantes del camión y los lanzaban por la rampa. Después miraban con jactancia a los rollitos mientras caían rodando y desaparecían en las profundidades, se frotaban las manos y se iban. Marnie se ponía a andar por la calle y hacía algo insólito, mirar hacia abajo. El interior de los respiraderos estaba plagado de rollitos desenrollados y el relleno antes secreto era una multitud de cadáveres que ahora se removían, se levantaban, cogían colillas del suelo y se las fumaban hasta socarrarse los labios. Uno de los muertos exrelleno de rollito gigante miró hacia arriba y la saludó. Marnie se levantó de un brinco de la cama y decidió hacer las maletas.
Image by Franca
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