Hace un tiempo ya...
De nuevo en Barnes & Noble, la librería neoyorquina en la que dejo pasar mis tardes observando a los que leen. Hace semanas que llueve y yo espero aquí, hasta que el cielo me de otra oportunidad y me deje cambiar la moqueta por el césped y los lectores por las ardillas del Madison Square Park. Mientras tanto, me distraigo ejerciendo de estantería, observo y escruto a mis contrincantes, muchos de ellos neoyorquinos que sí tienen una casa a la que acudir y que, en cambio, escogen el quicio incómodo de las ventanas de esta librería. No se lo reprocho, aquí nadie te juzga, ni te espera en una de las secciones, aquí nadie va acompañado, ni depende, ni mira al reloj. Los lomos de los libros son fieles y no cambian de idea y la fantasía está al orden del día y me reclama en este mundo paralelo en el que el tiempo ya ha parado.
Hay una chica a mi lado, que no es pelirroja pero que me resulta bien bonita, como una mezcla de tul y filamentos de tabaco… Lee una guía de Camboya, me pregunto si pensará viajar allí o si simplemente ha escogido la guía como libro de lectura. Fantaseo con ello hasta que llego a la conclusión de que si fuera chico, me acercaría a preguntarle si piensa viajar o si tan sólo fantasea. Si me dijera que prepara un viaje, le compraría un cuaderno de viaje, como éste, para que me transportara con él a los lugares visitados, a su vuelta… Si tan sólo estuviera fantaseando, eso sí sería maravilloso. Le pediría si me dejaba sentarme a su lado, los dos en una moqueta voladora, yo en pasillo y ella en ventanilla, que así podría ver el paisaje y es mejor. Le propondría un hotel sin techo, para ver las estrellas de Camboya cada noche, deben ser tan verdes! Le prometería una excursión en busca de caracoles y le diría que la llevaría al punto más alto y al más bajo, al más profundo y al más superficial, al lado más cacahuete de Camboya, al más bonito, al más diáfano. La llevaría a conocer a la persona más sabia de Camboya, que se llamaría Roisin, como la autora del libro que tengo ahora justo delante. Roisin nos contaría cuentos sobre caracoles camboyanos, unos caracoles azulón tirando a petróleo. Luego nos acompañaría al aeropuerto de moquetas y la despediríamos con pañuelos de tul y confeti de cardamomo. No sabríamos si es ella o nosotros los que se habrían ido, pues para siempre nuestro cielo sería como el cielo estrellado de Camboya.