martes, 31 de julio de 2007

...el sentido lógico de las cosas...

para los fervorosos del después del 1 viene el 2 y después el 3,
aclarar que la narración completa se leería en el orden:
1. en el atolón noroeste, 2. en el atolón sudoeste, 3. como la espuma, 4. como la levadura
los que, como yo, prefieren el sentido zoo-lógico de las cosas...que disfruten el safari...

Como la levadura

- ¡Achús!
- ¡Salud!
- Gracias
- De nada, náufrago.
Marnie miró a Javier y se acordó de una canción que versionaba Nina Simone “¿De quién sería la original?”. A Javier le entraron unas ganas inmensas de comer pasteles “Mmm, cereza”.
“No es muy alto” pensó Marnie, “No tiene pecas” pensó Javier. Ella le acercó una toalla de ruso azul turquesa y él se secó primero la frente y después detrás de las rodillas.
Aparcaron lo que quedaba del ingenio mecánico en la orilla y se fueron a sentar en el escalón de delante del porche de la casa del atolón Noroeste. Se hizo el silencio entre ellos y pasó una gaviota.
- ¿De dónde vienes?
- Del atolón sudoeste.
- Aahh, ¿o sea que eres tú?
- Sí, yo también te conozco, haces mucho deporte.
- Me ocupa la mente.
- A mí me la ocupa la música, la mente digo. Ahora mismo estoy escuchando a Nina Simone. Una versión de una canción de The Animals, buenísima.
Marnie y Javier hablaron durante horas de las cosas que les gustaban, horas que parecieron días, el tiempo fluctúa raro para los que se enamoran. A Marnie le gustaban las muñecas de papel, las piñatas de barro llenas de dulces y los farolillos de las verbenas. A Javier le gustaban las aceitunas, las pipas de fumar y las partituras en Do mayor. Y a Marnie la purpurina, las libélulas, las canicas, los sauces llorones, las moras y las zarzas, los barreños de colores y la ropa en remojo, el jabón casero y los caracoles, vivos. Y a Javier los inventos, las cáscaras, los superhéroes, el frío y la piel de gallina, la sandía y escupir a propulsión las pepitas de la sandía, las chancletas y los charcos. A Marnie le chiflaba el verbo chiflar, Javier prefería los diminutivos.
Marnie escuchó a Javier recitar unos cuantos diminutivos y pensó “Cómo me gusta este chico”, Javier acabó el recital y pensó a carcajadas “Me chifla”.
- Sabes, en mi atolón no hay ningún ruido, podrías venir conmigo a verlo. ¡Achús!
Silencio.
- Es que en el mío hay unas pierdas tan planas... no creo que las encuentre en ningún otro lugar.
Silencio.
- No, es verdad. En el mío son más bien ovaladas.
Silencio.
Javier se pasó tres días reparando el ingenio mecánico mientras Marnie lo observaba sin cesar desde su porche.
Ella le regaló un cenicero hecho con una piedra plana pintada de azul turquesa.
- Para que fumes con pipa.
Él la besó en la boca, después de tres días dudando si sabría dulce o salado “Mmm, lo sabía”.
- Cuando vengas a verme te haré una enorme piñata.
- A lo mejor, algún día.
Javier se marchó de vuelta al atolón sudoeste, sin saber si moriría de amor o de un constipado. Marnie volvió a sus ejercicios matutinos y ya nunca se le fue de la cabeza esa melodía de Nina Simone “Malditos Animals, a quién se le ocurre”.


Image by Btoy

Como la espuma

Después de tres naufragios, Javier consiguió que su ingenio mecánico flotara. Desistió en el intento de gobernarlo, las leyes de la aeronáutica eran inhóspitas, y decidió abandonarse para que fueran las olas las que le llevaran donde creyeran oportuno.
Marnie estaba recogiendo piedras planas para pintarlas de azul turquesa y adornar el porche de su caserón cuando se quedó embobada observando el oleaje. La espuma de las olas le recordó a las claras montadas de su tía Úrsula, con quien Marnie había vivido toda su infancia.
Úrsula celebraba fiestas de verano en el patio de casa y hacía grandes pasteles de cereza y claras montadas con café y azúcar glasé. Marnie observaba a los invitados escondida debajo de la mesa y se tapaba los ojos cuando alguno de ellos se emborrachaba tanto que no se podía mantener en pie. Solían escuchar boleros y se dejaban el tocadiscos encendido toda la noche. Por la mañana parecían más parte de la flora que de la fauna y yacían entre los rosales hasta el mediodía. A veces Úrsula aparecía con un turbante en la cabeza y se paseaba desnuda por el patio con la excusa de que se había olvidado la toalla en el tendedero y se había dado cuenta justo antes de entrar en la ducha. Parecía la mujer violonchelo de Man Ray, con las carnes blandas moviéndose al compás de sus risas exhibicionistas. Los invitados-arbustos con resaca pastelera se reían con ella y se dormían de nuevo.
En todo esto pensaba Marnie cuando vio un ente flotante sobre un ingenio mecánico en vías de extinción. Venía desde el sur, en dirección a su atolón, y luchaba torpe contra las olas enanas de un mar en calma. Marnie dejó las piedras en el porche y se fue a por la toalla que colgaba de su tendedero. El invitado desconocido se acercaba cada vez más a la playa y no dejaba de estornudar.

viernes, 27 de julio de 2007

En el atolón Sudoeste

Javier decidió dibujar un croquis de lo que creía sería el ingenio mecánico que le llevaría de expedición a los demás atolones. El del Noroeste no podía estar tan lejos, pues desde el suyo conseguía divisar lo que parecía el perfil de una chica haciendo piruetas. Cogió un papel arrugado y escrito por la parte de atrás y se puso a buscar algo con lo que escribir. Hacía tanto tiempo que no escribía ni dibujaba nada que se sorprendió de no tener ni idea de dónde buscar un lápiz o un boli o tiza o qué sé yo. Tanto registró rincones olvidados que dio con algo con lo que no hubiera querido dar.
Era el primer vinilo que le habían regalado, uno en el que Louis Armstrong cantaba con voz ronca y parecía estar a punto de expulsar a un espíritu bien malo de su interior. Fue su tío Tío quién le regaló ese vinilo. Hasta ese día, Javier nunca cayó en la cuenta de que no sabía el nombre real de su tío, pues cada vez que gritaba ¡Tío! siempre se giraba el mismo personaje con bigote. Tío tenía una papelería pero tuvo que coger la jubilación anticipada cuando la enfermedad se agravó. Padecía alucinaciones musicales. Escuchaba todo tipo de canciones en cu cabeza, primero un paso doble, después un villancico, el Bésame mucho versión Luís Miguel y el hit del verano, las encabalgaba como el mejor de los DJs, día y noche, todo el rato. Se volvió totalmente loco y llegó a arrastrar a su sobrino a la vorágine de la radiofórmula interna y perenne. Durante una buena época, el niño Javier no dejó de tararear el What a Wonderful Day de Louis Armstrong y la sintonía de un anuncio de muñecas que repetía ¡Qué buena pinta y para ti una cinta!. Encima eran temas que aborrecía y le daban ganas de dar cabezazos contra las farolas.
Un día estaba tan deprimido que se metió en el Metro. Se había pasado ya dos paradas de la suya cuando le despertó un Por su seguridad, esta estación está dotada de cámaras de videovigilancia. Le dio la impresión que estaba sumido en una escena de Blade Runner. Se sintió observado, utilizado, sometido. El futuro había llegado pero él todavía no estaba preparado para recibir en la ventana de su casa a un barco volador con pinta de restaurante chino. En su cabeza, una música techno insoportable firmaba convenios de colaboración con la asfixia y la claustrofobia. Imaginó que se estaban empezando a implantar chips en el cerebro a los recién nacidos para controlar sus movimientos, eran todos marionetas de hilos transparentes y ¡Él odiaba la ciencia ficción!. Ese día decidió que se iría a vivir al atolón Sudoeste. Aunque sabía que iba extrañar el aire acondicionado, ansiaba vivir en un islote prehistórico, instalarse allí con sus objetos más y ponerse más rojo que una toalla, roja.No se llevó el tocadiscos a la isla pero tenía una colección de más o menos 1.118 discos de vinilo. Los miraba por las noches y pasaba la mano por encima de sus portadas, tan suaves y frescas.

En el atolón Noroeste

Marnie cogió una toalla y se secó el sudor de la frente y de detrás de las rodillas. El sol se había movido y la sombrita en la que estaba haciendo ejercicio había desaparecido por completo. Cogió sus bártulos y se sentó en el escalón de la entrada de casa. Revivió en un momento cómo había llegado al atolón Noroeste y reconoció en voz alta que, a pesar de que la soledad a veces pesaba más que una caja de detergente de cinco kilos, estaba encantada de vivir allí.
Odiaba los respiraderos de la ciudad, esa especie de socavones carnívoros con rejillas que eructan aire caliente y le levantan a una las faldas. Siempre los rodeaba cuando se cruzaba con ellos, temía que la engullieran hacia dentro y la facturaran como a una Alícia destino el país de los subterráneos. Tenía la suerte de vivir en una calle por la que buceaba el metro y que, por si fuera poco, disponía de un maravilloso parking al que se accedía por una rampa monstruosa que llegaba directa al centro de la tierra. Los respiraderos invadían ceras y calzada, eran para Marnie como unas arenas movedizas que le provocaban náuseas justo al salir de su portal. Andaba de puntillas, respiraba hondo para no hiperventilar y convencía en voz baja a sus jugos gástricos para que se quedaran en casa. Le repugnaba la idea de tener un mundo insalubre de colillas y gasóleo superplus bajo sus pies. Una noche soñó que un camión de la basura paraba justo delante de la rampa del parking. Una brigada de cuatro, vestidos de amarillo y verde fosforito y humeantes de tabaco negro, descargaban una especie de rollitos de primavera gigantes del camión y los lanzaban por la rampa. Después miraban con jactancia a los rollitos mientras caían rodando y desaparecían en las profundidades, se frotaban las manos y se iban. Marnie se ponía a andar por la calle y hacía algo insólito, mirar hacia abajo. El interior de los respiraderos estaba plagado de rollitos desenrollados y el relleno antes secreto era una multitud de cadáveres que ahora se removían, se levantaban, cogían colillas del suelo y se las fumaban hasta socarrarse los labios. Uno de los muertos exrelleno de rollito gigante miró hacia arriba y la saludó. Marnie se levantó de un brinco de la cama y decidió hacer las maletas.
Image by Franca

domingo, 15 de julio de 2007

Descubriendo...

Curiosidad científica, me produce el silbido, que es puro estruendo y sale de la rozadura más banal de dedos y lenguas. Busca que te busca me dedico a buscar sin darme cuenta de que todo me encuentra, me veo de frente con lo que anhelé hace mucho y me cuesta discernirlo pero cuando lo hago, ¡ay cuando lo hago! que casi me deshago en preguntas sobre las respuestas venideras. Descubriendo me descubro a mí misma descubriendo y no tengo más remedio que concederme el beneplácito del ciego por exceso de paisajes ordenados, del ansia por el ansia y las trenzas de los indios. Juego de nuevo al aprender de cero y me emociono al revivir fases y pasar pantallas. Te buscaba, te encontré, me volteé como un caracol que se pregunta hecho un bolillo y las respuestas se deslizan por el tobogán de su propio cascarón. ¡Ay va! y es el eco de la voz que tanto me suena el que me abre los ojos y me ayuda a verte y descubrirme a mí misma descubriendo que te descubro.
Image by Sayaka

De chicas y profesiones

Primero quise ser princesa. Princeeesaaa, repetía con la boca abierta mientras buscaba amigos imaginarios en las paredes y mi abuela aprovechaba la disyuntiva para embutirme una nueva cucharada de lentejas indeseables. Porque son guapas, se llevan al chico, visten con puntillas, afinan un montón y tienen hadas madrinas que las llevan de paseo por las nubes. Sí, sí, princesa. Pero de repente, no se sabe por qué, una descubre que hay algo más allá del color rosa y la incomodidad de la sonrisa hemipléjica de los exponentes de la monarquía. Así fue como pasé al segundo grado de las profesiones recurrentes de las chicas con inquietudes y quise ser veterinaria. No sabía si especializarme en ardillas o en ciervos pero ninguno de ellos parecía dispuesto a dejarse salvar por mi espíritu altruista, así que acabé abriendo en el rincón de la salita una consulta de veterinaria generalista. Todo peluche sería bienvenido, fuera cual fuera su especie. Maestra, enfermera, misionera, peluquera, esteticién y se llega a la adolescencia con las bases del pluriempleo bien interiorizadas. Es entonces cuando el espíritu de la diosa etrusca del arte se apodera del sentido común de las chicas y todas quieren ser actrices y famosas, una vuelta a la soberanía del lucir palmito y la filosofía de los chicos que tocan la guitarra se enamoran de las del grupo de teatro. Era lo que tocaba, así que yo, como no, a luchar por el papel protagonista. De artista a guerrillera, claro, acuñando conceptos como “alternativo”, “underground” o “generación X”, mientras lo que anhelaba de verdad era al chico macarra que salía con la de tercero. Y fui revolucionaria hasta que lo conseguí, conseguí a mi macarra particular y me di cuenta de que el principio del macarra es el de ser medio obtuso y disfrazar su obtusidad con pantalones anchos, para que no se note. Éste, sin duda, es uno de los momentos clave del apredizaje de las chicas y sus profesiones, el momento en el que una se decide a superar el síndrome del macarrismo juvenil o se queda anclada en él para siempre. No puedo afirmar que yo lo superara al completo, de hecho, la verdad absoluta sobre los macarras tan sólo consiguió ensalzar mi lado profundo y en la profundidad buceé entre la presidencia de un país lejano, la fotografía, la escritura fantástica, el diseño de modas y el eclecticismo laboral en general.
Pero se crece y la vida decide ponerse a decidir y te hace camarera, secretaria, auxiliar, ayudante y jefa de otras muchas tan absortas como tú, sorprendidas de los ires y venires, los contratos temporales y los cambios de sentido. Las ofertas escasean o se ponen de acuerdo para atacar al unísono, mueres de hambre para después forrarte y acabar pensando en el tiempo que pasa y si la solución sería montar una casa rural para tener tiempo para pensar en el tiempo que ahora nos sobra.
Si fuera argentina, habría querido ser psicóloga o socorrista, pero yo nací en un dónde y en un cuándo y lo cierto es que la sombra de un nogal es la única que parece que entienda que AÚN NO SÉ A LO QUE DEDICARME.


La foto es de mi Lo querida…
…algún día volveremos.

domingo, 8 de julio de 2007

Agostos y excesos de una vaga enderezada

Hay lapsos de tiempo en los que soy incapaz de escribir. Vivo, digiero y escribo, es un proceso inconsciente e inevitable al que siempre suelo ampararme. Me digo, los habrá que sueñen, pero a mí no me basta. Yo miro y escucho y leo y trago saliva y, claro, hay que ser paciente porque antes llega el que avanza con calma.
Pero no, ya no creo más en legislaturas pasivas. Barbecho que mortifica, ganga de excusa de la vagancia literaria.
Hoy me niego a creer en el páramo, y es que siempre hay algo aunque sea maleza. Y entre maleza y maleza, algo habrá que merezca la pena. Está bien merodear y sobretodo vivir, es necesario vivir pero no para justificar la modorra de las yemas, es importante vivir y contarlo y equivocarse y tachar partes de la historia y vivirlas de nuevo para que esta vez sí, esta vez sí suenen consonantes y rimas y cimas de la cosecha descontrolada. Hoy me ventilo y lo solvento, escribiré en dobladillos dedicatorias infames a la ensaladilla rusa, bostezaré baladas hasta que los geranios se pochen de diabetes, perpetraré homenajes con Tipex en el primer ladrillo que se cruce por mi camino. Todo vale, las palabras casi nunca sobran. Este es el primer capítulo de los agostos y excesos de una vaga enderezada.