viernes, 27 de julio de 2007

En el atolón Noroeste

Marnie cogió una toalla y se secó el sudor de la frente y de detrás de las rodillas. El sol se había movido y la sombrita en la que estaba haciendo ejercicio había desaparecido por completo. Cogió sus bártulos y se sentó en el escalón de la entrada de casa. Revivió en un momento cómo había llegado al atolón Noroeste y reconoció en voz alta que, a pesar de que la soledad a veces pesaba más que una caja de detergente de cinco kilos, estaba encantada de vivir allí.
Odiaba los respiraderos de la ciudad, esa especie de socavones carnívoros con rejillas que eructan aire caliente y le levantan a una las faldas. Siempre los rodeaba cuando se cruzaba con ellos, temía que la engullieran hacia dentro y la facturaran como a una Alícia destino el país de los subterráneos. Tenía la suerte de vivir en una calle por la que buceaba el metro y que, por si fuera poco, disponía de un maravilloso parking al que se accedía por una rampa monstruosa que llegaba directa al centro de la tierra. Los respiraderos invadían ceras y calzada, eran para Marnie como unas arenas movedizas que le provocaban náuseas justo al salir de su portal. Andaba de puntillas, respiraba hondo para no hiperventilar y convencía en voz baja a sus jugos gástricos para que se quedaran en casa. Le repugnaba la idea de tener un mundo insalubre de colillas y gasóleo superplus bajo sus pies. Una noche soñó que un camión de la basura paraba justo delante de la rampa del parking. Una brigada de cuatro, vestidos de amarillo y verde fosforito y humeantes de tabaco negro, descargaban una especie de rollitos de primavera gigantes del camión y los lanzaban por la rampa. Después miraban con jactancia a los rollitos mientras caían rodando y desaparecían en las profundidades, se frotaban las manos y se iban. Marnie se ponía a andar por la calle y hacía algo insólito, mirar hacia abajo. El interior de los respiraderos estaba plagado de rollitos desenrollados y el relleno antes secreto era una multitud de cadáveres que ahora se removían, se levantaban, cogían colillas del suelo y se las fumaban hasta socarrarse los labios. Uno de los muertos exrelleno de rollito gigante miró hacia arriba y la saludó. Marnie se levantó de un brinco de la cama y decidió hacer las maletas.
Image by Franca

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